A veces me descubro actuando con todo lo bueno de mi madre y mejorándolo. Intentando una versión mejorada de la maternidad, en base a lo que viiví con ella.
Tengo 48 años y soy de esa generación que vivieron en la niñez, la presencia continua de su madre, ese estar constante y continuo.
Esa madre que vivía contigo la cotidianidad completa, nos preparaba el desayuno, nos llevaba al cole, nos recogía y cuando llegábamos a casa, ya estaba hecha la comida.
Esas comidas que no siempre eran lo deseado y que, aun así, tocaba comer, porque si no, lo comía, lo merendaba, o lo cenaba. Disciplina castellana.
En ocasiones, caía alguna colleja, cuando no hacía lo que me pedía o coincidía con un mal día para ella, que, por temporadas, eran muchos. Que, a día de hoy, viendo con perspectiva, no me extraña que estuviera exhausta, deprimida o enfadada, abandonó todo su ser para dedicarlo a la crianza y al hogar en toda la extensión del concepto.
Y con todo esto, y más, lo que adoraba de ella y lo que odiaba, decidí hacer una versión mejorada, intentando convertirme en la madre ideal en base a ella. La madre ideal para mi hijo.
Durante largo tiempo, intente que mi hijo tuviera una madre que le llevaba al cole, le recogía, preparaba comidas ricas y caseras, con tiempo dedicado, jugaba con él, con calma y comprensión, sin collejas, ni regaños, haciendo un gran esfuerzo por comprender todos los procesos por los que mi hijo atravesaba, sin juicios, intentando acompañarle sin exigencias en su ritmo de aprendizaje…
Además de esto, unido a mi profesión como psicoterapeuta clínica, lleve un proceso de observación con lupa, de todo aquello que podía resultar síntoma o significado patológico, y redirigir terapéuticamente lo que, a mi parecer, podía ser peligroso bordear o tocar.
En fin, casi enloquezco de tanta exigencia,
Me costó darme cuenta, que era necesario e imprescindible para mi encontrar mi forma única y genuina de ser madre, dejar que mi instinto me llevara por sendas distintas, equivocarme, y alegrarme por los resultados.
Dejar de exigirme quien no soy, y no, no soy una madre que se dedica 24 horas a sus criaturas, soy una mujer que trabaja, y disfruta de su trabajo, soy una mujer amiga, que disfruta y mucho de su tribu, soy una mujer amante que desea y busca encuentros, una mujer hija que cuida de sus padres y madre mayores, que además tengo inquietud por aprender y hacer cosas nuevas y arriesgadas que me sacan de mi zona de confort, que sí, hago la compra, preparo comida rica para mi hijo, y juego con él, cuando puedo, tengo ganas y el cansancio me lo permite.
Adoro a mi hijo, y quiero ser la mejor madre para él, pero no a toda costa, no soy como mi madre, soy otra madre, soy distinta a ella, no puedo mejorarla es imposible y tengo que aceptarlo, no la mejorare jamás, ella fue, o quiero pensar lo que ella quiso ser para mi hermana y para mí.
Yo soy otra madre, genuinamente otra madre.
Es muy significativo el número de mujeres que acuden a consulta, que son madres, y llegan exhaustas, rotas tras la maternidad, el parto, el puerperio, todos los duelos del mundo que se funden en su parto, junto al parto de cuando fueron paridas, la recolocación de la pareja, si la hay, la recolocación de la madre, su dedicación a su criatura, la incorporación laboral, y tantas y tantas cosas más.
Y, aun así, con todo esto, cuando llegan a una sesión terapéutica, angustiadas porque no son plenamente felices, y exigiéndose serlo, me plantean, es normal lo que me pasa?
Querida mía, más que normal y habitual, aunque muy silenciado en ocasiones.
Es un viaje precioso el de acompañar como terapeuta.