La semana pasada me decía un paciente “llevan toda la vida insultándome, pero a mí me da igual”. La verdad es que llevo oyendo afirmaciones de este estilo, desde que empecé mi desempeño laboral allá por el 2007. Incluso yo también he llegado a decir algo por el estilo. Recuerdo mi primer día de terapia, como paciente, con Javier Miranda, diciendo “mi infancia ha sido muy feliz”. Lo decía con acento en el “muy” y absolutamente convencido de ello. Luego algo debí decir que Javier pescó y dijo, “parece que con esto no debiste ser tan feliz” y desde entonces no he dejado de ver cosas, sobre mi vida que pensé que no estaban y no dolían y vaya que si estaban y si dolían, y duelen. El viaje de retorno hacia uno mismo es muy duro, largo, costoso, pero con un final reconfortante.
Planteo esto porque parece ilógico, o para mí al menos lo ha sido, que construyamos nuestra identidad negando los acontecimientos que nos han hecho sufrir. A día de hoy siento que puedo entender porque cuando nos pasa algo complicado, tendemos a negarlo, a decir lo contrario de lo que nos ha pasado. Parece que las personas optamos por esconder “bajo la alfombra” aquello que nos hace daño, pero que debería estar más presente para desarrollar herramientas para poder afrontarlo.
Mi primer acercamiento para tratar de entender este proceso fue desde la terapia Gestalt. Mis profesores y profesoras hablaban de una cosa que llamaban neurosis. Decían algo así como que todos nacemos siendo una cosa y que en el necesario proceso de socialización primaria tenemos que adaptarnos, matando parte de nosotros. Según Peñarrubia “La neurosis supone un oscurecimiento de la conciencia, un deterioro del “darse cuenta…”. Así, todos somos neuróticos en mayor o menor medida. Dicho de otra forma, : la neurosis es un sistema defensivo de lo que denominamos mecanismos neuróticos (introyección, proyección, deflexión, etc) que se forma desde la niñez para evitar la angustia de situaciones carenciales .Es un sistema que nos impide aceptar lo que somos, lo que seremos y cómo satisfacernos.
Cuando acabé mi formación en terapia Gestalt, concluí que la idea tanto como profesional como paciente es poner luz donde no la hay, y saber bien de qué pie cojeamos cada cual para poder saber qué necesitamos. Durante muchos años he trabajado desde ahí, intentando hacer consciente lo inconsciente.
Continuando mi formación escuché en psicopatología, y en psicoanálisis el concepto de disociación, pero no le presté mucha atención. En la actualidad estoy profundizando en las teorías de intervención en trauma, donde se trabaja desde la disociación y siento que de alguna manera esto ha venido a completar algo que el concepto de neurosis no alcanzaba.
El ser humano es un ser que, en su evolución, hace millones de años, adquirió la capacidad de andar erguido sobre dos patas. Esto permitía mayor agilidad y, sobre todo, tener disponibles dos extremidades para manipular el entorno. Este cambio supuso que el canal del parto se estrechase y que las crías tuvieran que disminuir su tamaño, para ser capaces de pasar por un espacio tan reducido El ser humano se volvió más pequeño, prematuro y el ser más dependiente e indefenso del mundo animal. Desde que nacemos se establece una relación de dependencia absoluta con nuestras figuras de apego, y la forma de mantener estos lazos es idealizando a nuestras figuras paternas, sean como sean. Desde ahí nos vamos construyendo. Si en un momento dado, se da un conflicto, donde la percepción de la cría diverge de la de sus figuras de referencia, con tal de asegurar su dependencia de estas, dará por valido lo que éstas perciben, dejando de lado su propia percepción. Con esto, dejo de ser un poco yo para ser lo que no soy. Y esto es lo que se denomina disociación. En el proceso tendré que disociar, todas las emociones que me produce lo mencionado para poder sobrevivir. La cuestión es que, cuando se hace este viraje para tomar como cierto lo que dice papá y mamá en lugar de lo que yo sé y veo, esto se queda muy arraigado además de irse apuntalando con el resto de las experiencias que vamos acumulando.
Así, allá donde vayamos, en todos los espacios de socialización, vamos con esa realidad disociada. La que nos han contado, nos han hecho creer, y hemos tenido que tomar por cierta y que llevamos perfeccionando desde bebés. Todo este proceso lleva consigo un esfuerzo constante de no escuchar la voz interna, que nos dice que todo aquello que nos estamos creyendo es mentira y nos lo hemos tenido que tragar por que no quedaba otra para sobrevivir.
La disociación es división, separación. Pierre Janet llamaba automatismo psicológico, al fenómeno de la disociación. Algo que supone una acción defensiva para dejar fuera de la conciencia, ese material, externo o interno, que produce malestar y que resulta intolerable”.
Siento que Paco Peñarrubia y Pierre Janet hablan de lo mismo. El neurótico es aquel que tiene que disociar y la disociación provoca indefectiblemente neurosis. Los dos mencionan un oscurecimiento o dejar fuera de la conciencia aquello que me produce malestar y que la terapia debe ayudar al “darse cuenta” y a ayudar a integrar lo disociado.
Por tanto, nuestra difícil labor como psicoterapeutas pasa por acompañar a pacientes, como el que mencionaba al principio del artículo, en el proceso de dejar atrás el escudo, de supuesta indolencia ante los insultos, que le ha salvado la vida. El camino no es fácil, porque desde bien temprano, aprendemos a identificarnos con ese escudo dando sentido a nuestras vidas. La psicoterapia ayuda a “darse cuenta”, de lo que antes callábamos. Supone dejar aflorar todas las emociones que debimos congelar, entre ellas el dolor y tomar conciencia de qué y quiénes nos han hecho daño y todo este proceso resulta, como es lógico, muy intenso y doloroso. Sin embargo, cuanto más profundizo en el estudio de la psicología, más convencido estoy en que la salud pasa por poder estar en paz con la persona que somos, seamos quien seamos.
Adam Ahmad Jimeno. Psicólogo Sanitario. Terapeuta Gestalt.
Experto en terapia familiar y EMDR.